domingo, 13 de septiembre de 2009

Los 30 años y los pedorros.

Sin duda los 30 son la mejor edad que me ha tocado vivir hasta ahora. Debo admitir que le temo a los 40, pero los 30 me tienen muy entretenido.

Alguna vez, en mis veinte, lei que un hombre debia de hacer fortuna antes de los 30 o no lo haría nunca. Aunque Sam Walton lo logró. Me quedó muy grabada en la mente esa idea. De hecho los mayores casos de éxito del mundo asi lo confirman.

Mi niñez fue un tanto solitaria y difusa, mi adolescencia fue tortuosa. Mi juventud temprana fue agitada.

Los veinte fueron los años mas productivos de mi vida. Me dediqué a hacer, hacer y hacer. Experimentar, crear... aprender y tomar decisiones.

Si uno supiera a los veinte como se sentirá en los 30, sin duda, cambiarían muchas cosas. Aunque no me arrepiento de nada de lo que he vivido, creo que podría hacer algunos ajustes.

Pero hasta ahora no hay nada, pero de verdad NADA mas devastador que ver a compañeras y amigas de los veinte, a sus 30.

Me refiero específicamente a las mujeres, porque la mayoría de los hombres tienen una tendencia definitiva e inalterable hacia el fracaso. Quiza sea parte de la selección natural, pero el hecho es que la mayoría de los hombres terminan siendo mano de obra barata y sin un ápice de suerte, madurez intelectual, ni futuro. Son los eternos obreros, el eterno proletariado que mueve los engranes del mundo, pero que no lo cambiarán en definitiva.

Para mi, que bueno que asi sea. La competencia es menor y destacar se hace mas fácil. Pero volvamos a las mujeres.

Las mujeres a los veinte, desbordan una soberbia que al pasar de los años se vuelve contra ellas. Repito, es devastador. Y es que, mientras se tiene un cuerpo delgado, condición física y soltería, uno se puede dar muchos lujos.

Me basta observar a mis alumnas para recordar esa soberbia. El coqueteo, el eterno desenfado, la actitud socarrona, el desliz, la pose, el rechazo simulado. Ver a una mujer bella a sus veinte es todo un espectáculo. Sentirse atraído por esa frescura es inevitable.

Pero a los treinta la cosa cambia. El cuerpo va asentándose en el lugar que la gravedad le tenía destinado desde su nacimiento. El rostro se marca. Las penas marcan.

Sin haberlo preguntado, me atrevo a pensar que mas del 90% de las mujeres se arrepiente de muchas cosas a los 30. El galán, el príncipe azul con el cual se entercaron en casarse a los 20 (o en arrejuntarse, o en enamorarse tercamente), resulta ser un orangután pedorro, enojón, mal educado, con mamitis, poco romántico y aparte de todo, codo. Aquellas poses de galán malo de película, se vuelven en el mejor de los casos en una actitud grosera hacia la mujer que supuestamente amaban. Siempre he dicho que no soy igual a todos los hombres, aunque si soy pedorro, al menos soy mas simpático y honesto.

Recuerdo a compañeras y amigas que en sus veinte, rechazaban a cuanto hombre podían, eran dueñas del mundo, irradiaban seguridad extrema y parecía que conquistarían al mundo. Al verlas en sus 30, siento una pena interior, pero pena de dolor no de vergüenza. No se si sea una ley pero la mayoría de las mujeres terminan con el hombre que es mas equivocado para ellas. Que suerte tan perra la de tomar decisiones tontas en los mejores años de uno.

A veces me dan ganas (y lo hago) de advertirle a las mujeres de veinte años que no se confien, que sean inteligentes... pero parece que no hay poder humano que les muestre la realidad. Es como ver un desfile de caballos ir corriendo directo al precipicio. Tratar de detenerlos es arriesgarse a morir aplastado.

Pobres mujeres, tan bellas y tan necesarias pero con tantas deficencias emocionales. Quizá por eso las mujeres exitosas, en su mayoría, son mujeres solas.

El destino del hombre no es mas grato. Quizá sea peor. Hay pocos hombres fellces a los 30. La mayoría son personas frustradas, hoscas, toscas, hurañas y enfermas de muchas cosas. Que se puede pensar de alguien que encuentra diversión tan sólo en el alcohol y en las diversiones vanas y superfluas.

Por eso me siento afortunado. Tengo una experiencia enorme, una gran cantidad de éxitos, un curriculum profesional envidiable y aun conservo mi capacidad intelectual para discenir, mi sensibilidad para escribir poemas, mis emociones para sentir y mi cuerpo sano para disfrutar. Si, hay un precio por todas estas bendiciones: La soledad.

Noches como esta, en que solo se cuenta con la compañia de un ordenador son lastimeras, nostálgicas y melancólicas.

Pero benditos sean los 30.

Después de todo, prefiero ser un intelectual pedorro a un orangután pedorro.

Prefiero ser un poeta pedorro a un borracho pedorro.

Prefiero ser un líder pedorro a un seguidor pedorro.

Si peco de soberbio, les pido una disculpa. Cuando la soledad pesa tanto como esta noche, me da por congratularme de mis éxitos. Aunque de poco sirvan los galardones si uno los ve solo.

Asi es.

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